A mi amigo le han dado el día. Me ha contado que en su zona han cerrado en una semana diez oficinas bancarias. Menos mal que la entidad es solvente y ha recolocado a los empleados en otras sucursales. Pero todos temen lo que pueda ocurrir, ya que el ajuste está siendo muy duro, sobre todo para los que están de cara al público. De ese público que confunde banqueros con bancarios, los de arriba con los de abajo, y que culpa a estos últimos de la crisis terrible que sufren por hipotecas y desahucios. Pero la confusión indignada de algunos está dando lugar a casos muy preocupantes:
- Sois todos unos ladrones y os deberían encerrar, les grita algún exaltado.
O sea, que más de uno se alegra de la crisis bancaria y les agradaría verlos en la calle. Eso está ocurriendo. Trabajadores lamentablemente hundidos en el paro, casi desean que estos otros sean despedidos. Así de mal están las cosas.
Pero el miedo de los empleados bancarios no es sólo por la crisis financiera mundial desatada por culpa de los malos gestores (los de arriba), ni tampoco por las penosas situaciones personales que puedan llegar a vivir los de abajo. Existen también unos daños colaterales en los que nadie se para a pensar por su mínima transcendencia a nivel de calle, pero con una carga de tragedia humana impresionante que pasa desapercibida para muchos, pero que le duele en el alma a quienes tienen un buen nivel de sentimientos. Relato el caso que puede servir de ejemplo:
Ayer mismo le llegó una compañera llorando y lamentándose de que Paco, el dueño del bar donde ella toma café antes de entrar a trabajar, estaba desolado por el cierre de esas diez oficinas, que le dejaba sin clientes, pero aún más porque Araceli, la sintecho que duerme en el cajero automático, clamaba a gritos que ¿adónde iba ella a dormir ahora?
Así es. Araceli es una pobre mujer mayor, sin pensión y sin recursos, que sobrevive comiendo pan en la calle y durmiendo en el cajero automático. Es muy pobre pero muy digna y no se adapta a dormir en ningún albergue público porque ha vivido situaciones a veces violentas, pues, junto a gente buena y pacífica, pernoctan drogatas y zumbados y, en lugar de dormir, ha pasado noches en vela temiendo lo peor. Así que decidió buscarse un trozo de suelo algo más tranquilo en donde poder descansar en solitario y sin trifulcas.
Araceli no es una víctima de las preferentes ni de las hipotecas basura. Nunca ha tenido otro bien que su callada dignidad. Por eso, se buscó para dormir un cajero automático. Se conforma con lo mínimo hasta el punto que utiliza un rincón del cajero, un metro cuadrado, dejando libre el pasillo para que los clientes puedan tirar de tarjeta durante la noche.
Por la mañana, antes de las ocho, recogía su saco y su manta, y hasta daba los buenos días a las empleadas de la sucursal. Así llevaba tres años. Pero la han cerrado y ella también se ha convertido en una víctima colateral de esta crisis. Quizás, en la mayor víctima. Son muchos los cajeros ocupados habitualmente por los sintecho. En la lujosa capital balear no es fácil encontrar uno libre. Por eso, Araceli clamaba ayer desesperada: Dios mío, ¿adónde voy yo a dormir ahora?
Nunca tuvo el trabajo y la vivienda que proclama nuestra Constitución. Nada tenía. Ahora tiene amargura y desesperación. Araceli, la víctima de todos.